Con suma frecuencia se
escuchan testimonios de acompañantes terapéuticos que relatan cómo son
"arrojados" a la práctica del oficio en condiciones de parcial o total
desamparo, por falta de un equipo sólido en el cual puedan apoyar su
labor y canalizar las ansiedades que son propias del ejercicio de una
disciplina tan noble y a la vez tan exigida como lo es la del
acompañante terapéutico (AT).
El AT es un efector de salud que
trabaja siempre en encuadres móviles, permanentemente atravesados por
dinámicas familiares e institucionales que muchas veces sin querer
obstaculizan (en mayor o menor medida, de manera latente o manifiesta)
la mejoría de los pacientes. Exceptuando situaciones extremas, son éstas
circunstancias con las cuales el AT debe poder convivir a los fines de
lograr establecer y afianzar una relación con su paciente. Procurando
ser agente de cambio, está llamado a mantener buenos vínculos en el
campo de intervención, buscando tender lazos de comunicación,
conteniendo donde sea posible, negociando limites cuando resulte
necesario y aportando su saber toda vez que sea convocado; tareas tan
enriquecedoras como complejas debido al alto grado de ductilidad que
esta profesión requiere para el trato con los diferentes actores que
componen el entorno cotidiano del paciente.
En una palabra, la
labor del AT se desarrolla en permanente diálogo con el mundo y, dado
que su naturaleza es fuertemente contextual, la pertenencia de los AT a
un grupo que a su vez los respalde, los contenga en sus propias
ansiedades y habilite espacios para la elaboración conjunta de
estrategias, resulta crucial en el abordaje de todo caso.
Hay un
saber que sólo surge cuando se piensa y se trabaja en equipo; cuando se
genera un ambiente de trabajo para producir una mirada colectiva y
respuestas que atiendan a la globalidad de cada acompañamiento.
